En los últimos años el agua fue instalándose como problemática en la agenda pública, sobre todo de la mano de las asambleas y organizaciones socioambientales que, principalmente ante el avance de la mega-minería, marcaron el ritmo de las luchas para preservar este bien. El agua vale más que el oro o el agua es vida son  afirmaciones retomadas y reformuladas en todas las batallas por un ambiente sano y una vida digna: en las críticas al agronegocio -altamente dependiente del uso de químicos: fertilizantes, pesticidas, defoliantes-, en la oposición al avance de la frontera petrolera, en la defensa de la salud de las cuencas hídricas… El tema se enraizó incluso en pobladores urbanos, en sectores donde la máxima parecía ser: “el agua sale de la canilla y es ilimitada”.
Entre el 55% y 78% de nuestro cuerpo es agua, por lo que podríamos decir que básicamente somos agua. La misma es básica para la vida, tanto en el sentido estricto del funcionamiento de nuestro organismo como en otro más amplio, vinculado a la producción de alimentos, al desarrollo industrial, entre otros. Pero ese pilar de nuestra existencia no es infinito y ha sufrido un acelerado proceso de degradación, incluso ya casi resulta un lugar común decir que en el futuro (tal vez no tan lejano) las guerras serán por el control de las fuentes agua potable.
Acceder al agua en cantidad y calidad no tiene que ver sólo con satisfacer una necesidad biológica sino con una cuestión de dignidad. Bolivia fue el primer país que avanzó en ese sentido e incluyó el acceso al agua entre los derechos humanos, recientemente Naciones Unidas siguió esa línea. El argumento es sencillo: el agua es la base irreemplazable de toda forma de vida sobre la Tierra, y por eso el acceso a ella debe ser formalmente reconocido como un derecho humano, es decir, como un derecho universal, indivisible e inviolable.
En este marco hemos decidido centrar nuestra atención en la estrecha relación entre el agua y la industria hidrocarburífera. Una relación, por cierto, no amigable.